Qué falta que me hacés...

El Varón del Tango era uruguayo, porteño de adopción. El 26 de noviembre de 1964 se estrelló contra un poste en Buenos Aires cuando conducía su moderno coche. Todos lloraron su triste adiós. Moría un ídolo.

La fama le había llegado en el país hermano, Argentina, allí, donde las luminarias del tango hacían sus presentaciones cada noche en los distintos salones de baile y clubes de la época. Dicen que por esos tiempos el tango no andaba en sus mejores momentos pero que, al llegar en el año 49, Julio Sosa despertó en la gente una especie de furor similar, si vale la comparación, al que produjo Carlos Gardel.

Julio Sosa no canta, recita cada una de las canciones, relata historias, contagia la emoción que le pone a las letras, es un conquistador nato, un gran intérprete. Además, claro, de la voz maravillosa que tenía, una voz varonil que estremece hasta el delirio a quien la escucha. “Qué me van a hablar de amor”, dice en uno de sus tangos. Las dos pasiones de Sosa eran las mujeres y los coches. Era un mujeriego empedernido, tuvo tres esposas y una hija, y una lista infinita de admiradoras, entre las que me cuento.

Además de arreglos a algunos de sus tangos, como el de La Cumparsita, al que agregó versos de Celedonio Esteban Flores, creó el himno del ya desaparecido club Olimpia, de Las Piedras (Departamento de Canelones, Uruguay, donde nació), hizo algunas colaboraciones periodísticas y una fotonovela llamada María, como el tango. Además, participó en la película Buenas Noches, Buenos Aires. Cantó en famosas orquestas como las de Leopoldo Federico y Francini y Pontier y tenía preparada una gira a Europa y Japón que se vio interrumpida por su abrupta muerte. “Julio era muy chistoso, se pasaba el tiempo contando cuentos, era simpático y muy atractivo”, nos contaba Elsa González, cuñada de Cacho Maggiolo, compañero espiritual de Sosa, “su amigo del alma”. Y nos relató mil y una anécdotas, como aquella que sucedió en el bar El Continuado, de Maggiolo, en Las Piedras, donde se organizó una colecta para ayudar a Julio cuando decidió viajar a Buenos Aires. O que un día se citó en un bar con un representante de una importante orquesta y, al ver que mucha gente que había allí llevaba su mismo traje a rayas, dijo, en voz alta, que era Julio Sosa y preguntó, con gran desparpajo: “¿Quién me está esperando?”. O cuando, al ir a un restaurante, tuvo que cantar una canción a los comensales que estaban festejando un fin de carrera, tras la súplica de estos. O aquella que cuenta que cuando iba con su coche por las calles de Buenos Aires, los canillitas (vendedores de periódico) le hacían señas para que parase y se llevara su matutino. “En una oportunidad”, continuó Elsa, “fui a Buenos Aires con mi hermana y su marido Cacho Maggiolo a visitar a Julio. Cada uno de los 15 días que estuvimos fuimos a comer a los carritos de la Costanera. Comimos gratis siempre porque nadie quería cobrarle”.

Rolo Ghezzi, un tanguero de ley que tiene su programa de tangos en Radio Intercontinental, también aportó sus conocimientos sobre el genial Sosa. El no contó, de acuerdo a lo que se percibía en el ambiente de la época, que los tangueros de toda la vida iban un poco en contra de su estilo, mientras que sí atraía en mayor medida a los que recién empezaban a degustar este arte. Quizás por el tono melodioso de su cante, o por esa forma de “contar” las canciones. Lo cierto es que, de acuerdo a lo que nos dijo Rolo, solo un hecho basta para demostrar la grandeza del ídolo: cuando tuvo lugar su trágica muerte, varios lugares ofrecían su espacio para el velatorio, pero, tras la multitudinaria asistencia del público para despedir al maestro, tuvieron que solicitar un lugar más amplio. Luego de la negativa de SADAIC (la Sociedad Argentina de Autores y Compositores de Música) se ofreció el mítico Luna Park para albergar la masiva concurrencia. Lo llevaron al Cementerio de La Chacarita, morada final de grandes personalidades argentinas como Gardel, pero sólo estuvo allí hasta 1987, año en que lo trasladaron a su tierra, Uruguay. Al llegar, nuevamente fue recibido con todos los honores y su féretro fue acompañado por una multitud que no dejaba de adorar al gran artista desaparecido. El próximo 26 de noviembre lo trasladarán a un mausoleo que han construido por iniciativa de Elsa González. Fue un duro golpe para todos. La muerte de Julio Sosa generó una profunda tristeza, pero, como dijo Elsa, “Dios se lo llevó a tiempo para hacerlo inolvidable”.


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